Comentario
Fue en Cataluña donde cobró mayor consistencia política la protesta social contra el estado de cosas existente, dominado por un profundo malestar ante los efectos desastrosos que la guerra estaba produciendo y por la crisis económica que afectaba a amplios sectores de población. Los campesinos se encontraban especialmente molestos por la presencia perturbadora de los soldados, enviados a tierra catalana para estar más cerca del campo de operaciones en la lucha contra Francia, lo que se unía a las ya difíciles condiciones de vida que padecían. La respuesta a todo esto fue la agitación que iniciaron, que tuvo su momento culminante tras la entrada y toma de la ciudad de Barcelona en el llamado "Corpus de Sangre" de junio de 1640, una de cuyas víctimas principales fue el virrey, marqués de Santa Coloma, que murió asesinado por las iras populares. Las masas urbanas se sumaron a la revuelta, generándose una crítica situación que alarmó a las propias autoridades locales, temerosas de la radicalización social del movimiento.
Los componentes del gobierno de la Diputación catalana dudaban en la actitud a tomar, teniendo en cuenta su manifiesta oposición a las directrices emanadas del poder central, que por su parte tenía que reaccionar ante los graves disturbios que se estaban produciendo, decidiendo el envío de tropas para intentar dominar la situación. El gobierno de la Generalidad se inclinó hacia la petición de ayuda a Francia, queriendo contrarrestar de este modo la presión militar que ya se estaba ejerciendo por parte de la Corte castellana, desde donde se consideraba cada vez con mayor intranquilidad el grado de subversión que había alcanzado la revuelta de los catalanes, sobre todo una vez que éstos reconocieran a Luis XIII de Francia como soberano. Se concretaba así la separación de Cataluña de la Monarquía hispana, reafirmada con el fracaso de las tropas reales castellanas ante Barcelona, al que seguiría la pérdida de Perpiñán. La frontera quedó fijada entre Cataluña y Aragón, permaneciendo estable durante algunos años, en el transcurso de los cuales se puso de manifiesto la dominación francesa sobre Cataluña, que se haría incluso más insoportable que la sufrida hasta entonces y achacable al Gobierno de Madrid. A la subordinación política se añadirían los graves daños que las epidemias, las crisis de subsistencias y la inflación causarían, produciendo todo ello un claro deterioro en las condiciones de vida de la población catalana. Cataluña se mantuvo segregada de la Monarquía hispana hasta su definitiva reincorporación ya en los últimos años del reinado de Felipe IV.
A finales del crítico año 1640, se abría otro frente de guerra con el comienzo de la independencia de Portugal, que se añadía a los enfrentamientos contra Francia y Cataluña. Precisamente por esto, el gobierno de Olivares no pudo dedicar muchas fuerzas a reprimir dicho levantamiento, ya que el grueso del ejército castellano se encontraba ocupado en la contienda del Norte. El conflicto de Portugal se prolongaría durante casi tres décadas, finalizando con la separación irreversible del territorio portugués del conjunto integrado por la Monarquía hispana, que si bien pudo recuperar posteriormente Cataluña vio cómo la tan querida y anhelada Portugal se escapaba definitivamente de sus manos. Además del país vecino se perdía su inmenso imperio colonial, a excepción de Ceuta que quedó incorporada como posesión española.
Las rebeliones de Cataluña y Portugal fueron importantes en sí mismas y por las secuelas que dejaron. El poder central hispano se encontraba muy debilitado y el momento era propicio para realizar otras intentonas separatistas, aunque las que se planearon resultaron de tono menor, insuficientemente planteadas y con muy poco apoyo social, siendo abortadas sin muchas dificultades. En Andalucía fue descubierta la conspiración nobiliaria del duque de Medina Sidonia y del marqués de Ayamonte, que pretendían tomar el poder en esta zona contando con el apoyo portugués (la hermana del primero se había convertido en reina del país vecino). La suerte de ambos intrigantes fue desigual, pues mientras a Medina Sidonia le cayó una pena de destierro y la pérdida de señoríos destacados, contra el marqués de Ayamonte fue dictada pena de muerte al considerársele cabecilla de la conspiración. Su ejecución se llevó a efecto, ya desaparecido Olivares, en 1648, año en que se volvió a descubrir otra intentona de ruptura con Castilla, esta vez procedente de tierras aragonesas y cuyo protagonista era el duque de Híjar, que pretendía proclamarse rey de Aragón. Nuevas revueltas y disturbios ocurrieron por estos años y los siguientes, pero con motivaciones más sociales y económicas que políticas. Tales podrían ser considerados los levantamientos de 1646-1648 en Valencia, las rebeliones de 1647 y 1648 acaecidas en las posesiones italianas de Sicilia y Nápoles y las alteraciones andaluzas de 1647 a 1652, prueba elocuente todas ellas de la difícil situación en que se encontraba la Monarquía hispana y de los padecimientos que experimentaban las poblaciones de los territorios que la formaban.
En la última fase del reinado de Felipe IV se habían producido algunos cambios significativos entre los dirigentes políticos a consecuencia de las muchas oposiciones y rechazos que el mandato de Olivares provocara. Las críticas a su gestión llegaron de todas partes hasta el punto de quedarse aislado, lo que, unido al fracaso de sus planteamientos, motivó la decisión regia de apartarlo del poder, hecho que se concretó cuando en enero de 1643 el monarca aceptaba la petición de retirada presentada por su hasta entonces hombre de confianza. A continuación, Olivares se retiraría de la Corte, pasando unos años de intenso desequilibrio y angustia hasta su muerte en 1645. Tras la caída del valido, Felipe IV pretendió asumir personalmente el gobierno aunque tardó muy poco tiempo en claudicar, ya que pronto aceptó un nuevo consejero a modo de primer ministro, don Luis Méndez de Haro, sobrino del conde-duque, quien durante casi las dos décadas que quedaba de reinado pasó a ser el nuevo hombre fuerte del Gobierno, pero sin alcanzar la elevada posición ni la influencia sobre el rey de que había gozado su tío, al que había sucedido como valido. Por otro lado, el propio monarca escuchaba con gran atención y credibilidad los consejos espirituales y políticos de la religiosa sor María de Agreda, curioso personaje que cobró importancia relevante cerca de la figura regia incidiendo sobremanera en sus decisiones. En 1661 moría el oscuro y poco definido don Luis Méndez de Haro, quedando de nuevo una especie de vacío de poder que los afanes postreros del monarca no pudieron llenar, anunciándose ya la presencia de los grupos nobiliarios que pronto se iban a disputar el control del Gobierno, pues se avecinaba un período de minoría regia que tan propicio era para ello.